En la parashá Sheminí, vemos a Aharón trayendo un becerro como ofrenda por el pecado. A primera vista, puede surgir una pregunta inquietante: ¿Cómo es posible que un simple sacrificio animal logre el perdón por una falta humana? ¿Qué relación hay entre la vida de un animal y la profundidad de la conciencia humana?
La Torá, con su sabiduría eterna, nos revela aquí un principio espiritual profundo. El ser humano fue creado con inteligencia, libre albedrío y una chispa divina. Al pecar, al actuar de forma impulsiva y sin reflexión, el hombre desciende de su nivel espiritual: deja de comportarse como un ser humano y se asemeja a un animal, guiado solo por instintos.
El sacrificio del animal no es una transacción ni un reemplazo mecánico. Es un espejo. Es un acto diseñado para despertar la conciencia del que peca. El animal representa lo que uno se ha convertido al fallar, y al verlo morir en su lugar, se despierta algo interno: un estremecimiento, una reflexión, una vuelta al origen.
Es en ese momento, cuando el corazón se quebranta y la mente se ilumina, que el ser humano se eleva nuevamente a su verdadera categoría: la de un ser creado a imagen de Dios. La ofrenda no redime por sí misma, sino que despierta la teshuvá —el retorno—, que transforma, eleva y purifica.
Así, el altar no solo consume un animal. Consume la animalidad del hombre, para devolverle su dignidad, su conciencia, y su conexión con lo Divino.
One Kosher te desea Shabat Shalom.