El judaísmo nos enseña, con una sabiduría tan profunda como sencilla, que la vida no está hecha para cimentarse en lo material, sino en lo espiritual. La succá, frágil y pasajera, nos recuerda que incluso en la intemperie, si hay fe y alegría, hay hogar. No necesita cimientos fijos porque su fuerza no viene del concreto, sino de la conciencia. Del mismo modo, el Mishkán, el santuario del desierto, podía levantarse en cualquier lugar donde el pueblo estuviera — porque la presencia divina no habita en las piedras, sino en los corazones que saben abrirse.
Cada año, cuando pedimos perdón, salud y alegría, lo hacemos sabiendo que no pedimos una eternidad de privilegios, sino una renovación constante. La vida judía es un ciclo que nos enseña humildad: nada se posee para siempre, todo se cuida y se agradece día a día.
El Beit Hamikdash fue destruido dos veces porque el hombre olvidó esa verdad. Pensamos que éramos eternos, como las naciones que confían en sus palacios y fortalezas. Pero el judaísmo nos recuerda que nuestra grandeza no está en lo fijo, sino en lo móvil; no en lo que se eleva por piedra, sino en lo que se levanta por espíritu. Somos como el Mishkán: portátiles, frágiles, pero llenos de luz interior.
La verdadera eternidad no está en permanecer, sino en renacer cada año, en reconstruir la fe, la alegría y la unión. Así, mientras las paredes del mundo se desgastan, el alma judía sigue levantando su succá bajo las estrellas, confiando en que lo temporal, cuando está lleno de propósito, se vuelve eterno.
One Kosher te desea Shabat Shalom.
